En estas últimas semanas, las principales ciudades del país están
sufriendo el aluvión publicitario de los candidatos que postulan, tanto a
las alcaldías como a los gobiernos regionales. Avenidas, parques,
fachadas y hasta postes de alumbrado público amanecen recargados de
afiches y pintas, cada uno más curioso que el otro. La contaminación
visual está alcanzando niveles de asombro, no solo por la cantidad de
propaganda, sino por el mal talante creativo de la mayoría de ellos,
aunque por allí me dicen que es una cuestión de gustos: que los tiempos
cambian, que los gustos varían y que los consejeros publicitarios (¿en
serio?) tan solo interpretan el color y sabor de estos nuevos tiempos.
Como sea, puede ser. Ahora bien, esto amenaza con alcanzar un punto más
crítico cuando lleguen los mítines. ¡Ah! Entonces ya todo estará
consumado. Habrá largas marchas de entusiastas simpatizantes invadiendo
todas las calles, las anchas y las angostas. Capturarán los parques y
las plazas para que los candidatos, desde armatostes metálicos, puedan
vociferar sus discursos. Habrá agitadores que rugirán consignas y otra
vez palabras, palabras y palabras.
En fin, es el precio adicional que demanda vivir en democracia. No queda
de otra. Mi madre - en casos como este - decía que la carne viene con
hueso. Entonces, ni modo: son cosas de la democracia.
Sin embargo - y en medio de esta batahola propagandística - me he
encontrado con una nota en la página de Ricardo Socca, "La palabra del
día", en donde se da cuenta de la historia de la palabra "candidato".
Nada más acorde en este contexto y que vale la pena compartir.
La nota dice que se denomina "candidato" a la persona que pretende
alguna distinción, premio o cargo. Y que, en estos tiempos de espíritu
democrático, el uso de esta palabra se ha extendido rápidamente por el
mundo hispano hablante, pero con el grave peligro - digo yo - de haber
perdido, en el camino, mucho de su verdadero sentido. Por lo que leo,
este vocablo tiene un significado aún más claro - aunque solo en el
papel - en el Diccionario de autoridades que explica de esta manera el
mentado vocablo: "El que pretende y aspira o solicita conseguir alguna
dignidad, cargo o empleo público honorífico". ¿Lo habrán comprendido los
candidatos que por estos días asolan las ciudades?
Así también, candidato procede del latín candidatus "el que viste de
blanco", derivado del verbo candere "ser blanco, brillar intensamente". Una voz con
la que se designaba en Roma a quienes se presentaban como aspirantes a cargos
públicos. En el ritual político romano, los candidatos debían cambiar su
habitual toga por una túnica blanca (cándida) con la que se
exhibían
públicamente para manifestar la pureza y la honradez esperables en los
hombres
públicos. Así es, y puede comprobarlo buscando en las fuentes que señala
Ricardo Socca. Ahora, temo que si algún candidato - de los que
abochornan nuestro sistema - se enterara de esta acepción, aparezca al
día siguiente totalmente vestido de blanco, sin haber entendido el
trasfondo del asunto: pureza y honradez.
Algo más, candere procede de la raíz europea kand- o kend-
que significaba "brillar". De donde vienen palabras como candelabro,
cándido, candor, incendio, etcétera. La nota aclara que ningún derivado
de candidus llegó hasta nosotros con un significado directamente alusivo al color blanco, pero la blancura deslumbrante
que la palabra latina candor expresaba en la lengua de los césares se mantuvo
en el español candor, con el mismo sentido de 'sinceridad, sencillez y pureza
de ánimo' de la palabra en latín.
Qué distancia entre el origen del vocablo y el sentido que ha ido
tomando esta palabra en estos tiempos en donde, en lugar de campaña
política, más pareciera haberse abierto una feria de promesas,
verbalmente mal construidas, y más grave aun, tan poco honestas.
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