20 sept 2009

La poesía como una razón humana


por:Gabriel Apaza Mamani

En estos tiempos de “poetas puristas” casi no quedan los “intelectuales” que consideren que las continuas huelgas de los obreros y campesinos tienen una justificación y un fin meritorio. Que consideren imposible, que el gobierno que se halla depositado en las manos de veinte o treinta individuos, se metiera a saco las acciones de todos los ciudadanos, cercenara sus iniciativas, aniquilara sus industrias.

Poetas que asuman que los gobernantes tienen miedo de que el pueblo, de pronto, se dé cuenta de que lo están engañando. Que por eso preparan grandes desfiles militares, así como en los tiempos de Nerón se ofrecían espectáculos llamativos en el Circo para que los romanos rumiaran resignadamente su miseria.

Ahora no hay cristianos para sacrificar, y los leones han sido prácticamente borrados en los continuos safaris que los gringos organizan dentro del territorio de los negros. Pero los gobernantes cuentan con nuevos elementos: aviones a propulsión, vistosos uniformes, dólares, medallas. El pueblo, embelesado, aplaude, y por un momento se olvida de que está descalzo, de que sus hijos se mueren en la ignorancia, casi en los prolegómenos del crimen, de que sus mujeres no tienen otro remedio que prostituirse, y de que ellos mismos están colocados entre dos muros tenebrosos: el hambre o el delito.

Por todo eso Lucho Zambrano hace poesía. No es la suya una cruzada política; no es tampoco una tarea social. Es, simplemente, una razón humana. Se trepa sobre una mesa, sobre los restos de un muro derruido, sobre el silencio. Y hace poesía.

Asume que es necesario terminar con la injusticia. ¿Cómo puede hablarse de paz, de fraternidad, cuando unos hermanos, los altos, roban a los que están colocados en un nivel inferior? ¿Cómo pueden los gobernantes dirigirse al pueblo diciéndole “compatriotas”, si no los reconocen como tales o si apenas así los consideran cuando necesitan su voto ciego y sordo?

Lucho Zambrano se hizo muy conocido. Y empiezan a disputárselo. Los pobres lo quieren para ellos, porque ven en él a un nuevo apóstol, un moderno Cristo que en lugar de la paz trae la bandera de la revuelta, que en vez del conformismo predica la necesidad de batallar y de superarse, que no pide perdón sino justicia, que no implore caridad sino igualdad. Los de la siempre crucificada clase media lo califican como una esperanza, porque los que están colocados en la mitad de la balanza sienten la tentación de confiar en algo bueno, en algo nuevo. Los ricos quieren atraerlo a sus círculos para callarlo con un trozo de carne, para aquietarle las manos con monedas, para limarle el inconformismo con vituallas.

Los políticos lo señalan como un rebelde y quisieran desparecerlo, porque ven que está destruyendo sus patrañas. Y los que se hallan sentados en los sillones de poder, los que meriendan con la ira del pueblo y con la sangre del pueblo le quisieran tender una emboscada.

Pero Lucho Zambrano no los ve. Sólo ve: Las calles negras, cruzadas en distintas direcciones por diferentes angustias bípedas, que se acercan y se repelen como en una continua mascarada, las grandes barriadas de viviendas hacinadas donde el hombre queda reducido a una especie de gusano que trajina ciegamente, locamente por un panal inmenso, las minifabricas a punto de quebrarse indefinidamente inactivas ante la imposibilidad de competir con la mercadería extranjera, los policías que con su fusil comprado por el pueblo vigilan al pueblo y disparan contra el corazón del pueblo, los revolucionarios que obedecen una oscura consigna que ni siquiera son capaces de comprender, los pequeños burgueses acorazados detrás de su imbecilidad y de su abulia, los obreros con un pan y una maldición entre un talego, los dueños de los centros industriales con un automóvil lujoso y una inevitable bomba de tiempo, las iglesias en donde Dios es pesado en libras para calmar el hambre de los fieles, los hogares que a duras penas sostienen la mentirosa estabilidad del orden social, cada vez más carcomido y más próximo a desmoronarse, los ladrones que se juegan la vida como en una partida de cartas contra la posibilidad de la muerte, las prostitutas que deshojan su cuerpo todas las noches como una mentirosa margarita de amor cada vez más ajada, los alcaldes y los concejales que de tanto fingir acaban hablando como el pueblo, los políticos que siembran palabras de odio para lograr después una buena cosecha de votos, los congresistas que duermen reclinando su ociosidad sobre la espalda de los menesterosos, los gobernantes que piensan en llenar sus bolsillos a expensas del pan de cada “compatriota”, los economistas que con los recortes hechos al mercado de cada propietario estrenan un traje de colores, los dueños del país que en sus autos lujosos vigilan porque los colonos no se levanten contra la disciplina, los extranjeros que llenan de su propia semilla la parcela en donde el hombre de la patria está cultivando su esperanza, los cenáculos literarios donde las plumas de la vanidad coronan la frente de los imbéciles y de los fariseos.

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